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09 noviembre 2008

DURMIENDO CON EL ENEMIGO

 

            Esos bichos me tienen podrido. Al parecer, están entrenados para el combate aéreo, son una especie de kamikazes diminutos que se atreven a las más rimbombantes maniobras acrobáticas mientras fijan su blanco en algún punto desnudo de la piel de su víctima, o sea nosotros.

            Pienso que, de ser un poco más grandes, los mosquitos dominarían la humanidad, al igual que se dice por las hormigas, pero no por el hecho de ser más organizados o más afanosos en sus labores, sino porque tendrían estresados a las personas, a tal punto de producir el abandono de las ciudades y del campo, y hasta incluso suicidios masivos.

            Fíjense y corríjanme si me equivoco. Son perfectas máquinas bélicas; parece que nunca se cansan, son miles y ni siquiera se preocupan por rescatar a los caídos en combate, lo que demuestra un carácter duro y marcial. Pueden mantener vuelo por varias horas y tienen perfecta preparación para las maniobras nocturnas –aunque los hay de los dos modelos: nocturnos y diurnos, o sea que pueden combatir las veinticuatro horas del día-.

            Tienen un sorprendente poder intimidatorio, son los precursores de las armas sónicas. Pueden hacer sentir los más variados matices de desesperación y estrés a una persona con el sólo hecho de hacerse presente en una habitación y desplegar sus alas en función de amedrentar a sus víctimas y prepararlas para el penoso trance que sufrirá, mientras el malvado victimario se mofa vilmente de su arrogante preponderancia. Aparte de ser un hábil guerrero, queda demostrado que no padece de ningún remordimiento al torturar y al hacerse con nuestro fluido vital cual fuera un vampiro, y todavía dejar su marca, como su sello, enalteciendo así un hito perverso al episodio.

            Contaminados por el odio de la picadura, con las cicatrices del combate aún a flor de piel, literalmente, nos vemos totalmente impotentes ante tal maravilla de la ingeniería insectívora. No tienen compasión, no se preguntan si tuvimos un día agotador, si tenemos problemas de insomnio, si nos estamos derritiendo de calor porque cortó la luz y no funciona el ventilador, obligándonos a prescindir de la protección de la sábana; no, no sienten ningún tipo de comprensión, a ellos sólo les interesa llevarse su trofeo de guerra. Ellos, que irónicamente se llevan nuestra sangre aún portadora de nuestro calor corporal, tienen su propia sangre tan fría como el peor de los torturadores, asesinos y déspotas de la historia.

            Eluden intrépidamente nuestros infructuosos manotazos, uno de los únicos medios ecológicos que tenemos de intentar salvar nuestra integridad física. Se esconden en los lugares más insospechados y soportan hasta las más bajas temperaturas de nuestro aire acondicionado, cuando funciona. Tienen el don del asecho, pueden esperar a su presa durante horas, pero una vez que ésta apaga la luz y amaga con entrar en el subconsciente, es avasallado repentinamente por estos espartanos de los insectos.

            ¡La puta carajo! Se oye de repente, y el ruido de la expresión da paso a los zumbidos, como si el grito hubiera sido ¡Prendan los motores! O, ¡Al ataque que aún vive! Y así se lanzan uno tras otro en picada desde las grietas del cielorraso y de atrás de las cortinas y los muebles. Interminable caravana de guerreros como si fuera un espectáculo aéreo de acrobacias.

            La presa ha sido sucumbida por el pánico y la desesperación. Intenta protegerse, se pone de costado, se tapa hasta el cuello y más arriba, deja apenas un orificio para la nariz, y en ese momento es cuando se produce el ataque de la deshonra, en ese mismo lugar, ellos lo pican. Nuestros oídos, ya afinados por los años, captan los susurros agudos del adverso, que a modo de advertencia navega a escasos milímetros de la dermis de la oreja, causando la pavorosa sensación de impotencia que se genera al lanzar la sábana hacia un costado con el brazo mientras que al mismo tiempo, y a fines de ahorrar movimientos, el otro brazo acompaña el sentido de la fuerza con la palma abierta – como un puma virando en el aire al atacar -, y que se cierra de repente en un punto del espacio aéreo de la cama... parece sentirse el calor de nuestra propia sangre ahora escurriéndose del cadáver de su captor, la sensación placentera de la venganza, la dulce venganza, pero... cuando la mano se abre lentamente a modo de suspenso cinematográfico, nos encontramos con que allí no ha pasado nada, que todo fue mera ilusión, que nuestra mente nos había jugado una mala pasada, y cuando nos volvemos a esperanzar, ya producto del delirio, y nos proponemos creer que lo que aplastamos era algún espectro chupa sangre que se evapora cuando fallece, que nosotros no erramos el esfuerzo invertido en aquella maniobra que casi nos hecha de la cama al suelo... nos damos cuenta que él allí sigue, en la misma habitación, como el macabro asesino que se encierra junto a su víctima para contemplarla mientras ésta deja sus últimos alientos al mundo mortal, arrojada en el suelo humillada por el acto de dejarse arrebatar su tesoro más preciado, la vida – en nuestro caso el honor.

            ¡La puta carajo! – resuena otra vez y esta vez se oye hasta en la calle -. Ahora son más los cómplices que se adjuntan al espectáculo como si la entrada fuera libre, al igual que la consumición. Espirales y pastillas para encender, venenos y repelentes en aerosol, repelentes supersónicos: nos dejan mareados, con alergias nasales, casi sordos, pero aún picados.

            La noche se hace interminable, el sueño no llega, cada vez que cerramos los ojos, se nos abre un nuevo orificio en la piel, inclusive en las más duras callosidades de los talones, sus picos perforadores que penetran sigilosos y en fracción de segundos se llevan su botín mientras dejan cual escoria o rastrojo la picazón que persiste junto con la amargura hasta la noche siguiente.

            De vez en cuando, festejamos como niño con juguete nuevo cuando nuestro esfuerzo se ve recompensado, y se exhiben ante nuestros ojos las retorcidas patitas y el inutilizado pico de un cadáver envuelto en nuestra sangre, descansando por última vez en nuestra palma. Si aún le quedan rastros de vida, disfrutamos maquiavélicamente mientras lo vemos suspirando y exhalando el último aliento de una vida dedicada a la tortura. Pero así y todo se manifiesta en su milimétrico rostro la expresión de patriota para con su especie, convencido de haber cumplido con su deber, y orgulloso de haber muerto en combate y a manos del enemigo, y no de viejo, inútil, ya sin volar y con nada más que recuerdos de una vida de héroe. Sus compañeros desfilan uno tras otro cercanos al peligro de mi ahora aumentada sagacidad, dando sus últimos responsos al compañero, pero con la convicción de que esa era su voluntad y la voluntad de todos, haciendo caso omiso a las intenciones de recuperar el cadáver, y dejándolo como abono del campo de batalla que quedará para siempre glorificado por su accionar.

            Y entonces se detienen por unos instantes, cesan el combate por unos minutos brindado honores al compañero, reunidos en ronda, alitas con alitas en algún rinconcito recóndito de la pieza, hasta que comprenden que la única forma de homenajearlo como se merece es seguir la lucha hasta la muerte, para desgracia nuestra.

            Llega el amanecer. Cuando suena el despertador, la sensibilidad sonora que poseemos nos eriza los vellitos de los brazos, y el sol que se escabulle por las persianas a través de sus rayos penetrantes como alfileres, nos anuncian que una nueva jornada comienza. Esos mismos rayos que alguna vez iluminaron a los más grandes generales montados en sus nobles corceles mientras un artista que al pasar por el lugar decide inmortalizar el momento en un lienzo, ese mismo sol nos encuentra ahora montados sobre nuestro lecho, con una chancleta en la mano y un Raid en la otra, con ojeras oscuras como la noche misma, con la mirada puesta en la nada, pero con la sonrisa irónica de la victoria parcial, la que nos hacen creer mientras se disponen a descansar todo un día hasta que al amparo de las sombras noctámbulas, vuelven a la vida cual vampiros y asechan nuevamente la mal charqueada epidermis del humano, fuente inagotable del néctar carmín de la vida.


© 2007 por diego petruszynski

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