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17 agosto 2010

MAL ASOMBRADA

Fue más que un grito, un alarido, fue femenino. Salimos todos al patio a ver qué era y nuestro compañero Gastón del tercero "C" estaba petrificado, parado en la puerta del baño de las nenas, mirando hacia adentro. Dos chicas de cuarto grado lloraban y berraban de espanto.
- ¡¿Pero qué pasó?! -repetía desesperada la señora Norma con su voz de tiza y cigarrillos-.
- Las monjas, las monjas... Allá en el fondo -sollozó Gastón mientras las chicas reforzaban su llanto con cada palabra.
- ¿Pero qué pasa? ¿Qué monjas? -Insistió la maestra-.
- ¡La sangre! ¿no ve la sangre chorreando por la pared al fondo del baño?
Y la escuela entera cayó en el susto. Desesperación de los crédulos y astucia de los incrédulos. De inmediato se alzó un murmullo como polvareda en baile de rancho. Nos mirábamos entre todos, todos chiquitos, caras que variaban entre desconcierto, pánico, risas de nervios. Algunos, y principalmente algunas, ya se secaban las lágrimas con el guardapolvo.
- Mirá gurí –le dijo la señora Norma mientras levantaba su palma a la altura de la cara- más vale que dejes de inventar porque o sino...
- ¡Pero no señora! Si yo las vi. Venía por el pasillo y miré para adentro, y allá estaban, en el fondo, chorreadas de sangre- intentaba explicar Gastón, el bien llamado "más terrible de la escuela".
- Bueno bueno, no pasó nada, vamos para adentro –nos apuró la señora Marisa y nos llevó al aula de nuevo, y así cada maestra con su curso.
¿Qué era eso de la monja? ¿de la sangre que se escurría por la pared del fondo del baño de las mujeres? Era parte del folklore de mi escuela primaria, la más "mal asombrada" del pueblo.
Eso ocurrió poco antes del último recreo. Volvimos al aula y la maestra intentó retomar la clase. Pero ya no hubo sujeto que nos haga entender el predicado. Era todo un alboroto. Se escuchaba clara la voz de la señora Norma, de turno esa semana, que desde el patio mandaba a los alumnos a clase.
-Y vos Gastón: a la Dirección –sentenció.
Gastón no era alguien de fiar, no era de los que contaban toda la verdad, y sus travesuras eran de las más ingeniosas, siempre. Esa vez, se ve que había sabido de algo, se instruyó con un poco de historia. Alguien le habría contado sobre la leyenda que asombra a la escuela. Él había arribado ese año a la ciento veintitrés, pero al año siguiente ya se cambió dos veintiséis. Era de esos chicos... poco durables.
Se calmó un poco el bochinche en el patio, cada grado volvió a su salón. Pero dentro de cada salón la cosa era distinta. Era todo duda, temor y asombro.
-Cuéntenos señora, ¿qué es eso de las monjas y la sangre? – preguntó uno de los que se sentaba en la primera fila.
Como si algún alumno no supiera de qué se trataba. Era sobre una de esas leyendas que se transmitían en los patios, mientras se jugaba a la bolita por las canaletas de los baldosones, mientras las nenas saltaban al elástico o después de educación física mientras retomábamos el aliento entre los frondosos palos borrachos que le dan sombra al patio de abajo.
Eran de esos cuentos que varían en detalles según la temporada; que los de sexto les transmiten a los de primero, y son tan emblemáticos de la escuela como los murciélagos del salón de acto, como los escobazos de Doña Benigna cuando le queríamos robar galletitas de la cocina, como el popular chiflido del portero "Patillo", o como la estatuita de 30 cm de la Virgen de Itatí, que tiene marcado el cuello de aquella vez que la quebraron al empujarla sin querer dentro de su ermita.
-Dejen de molestar, si no ven que está jodiendo nomás con esas pavadas –cerró el asunto la maestra refiriéndose al travieso Gastón.
La escuela que cobijó mi infancia no fue otra que la cabecera del departamento. Pero lo cierto es que mi escuela tiene historia, tradición; y eso nos otorgaba un cierto prestigio, por decirlo de algún modo. No fueron pocas las veces que nos tildaron de "conchetos", especialmente en las competencias interescolares. Junto a la ciento ochenta y cuatro, del popular barrio Centenario, formábamos el Boca-River de esas competencias, siempre sanas, inocentes, de primaria.
En el lugar donde funciona mi escuela estuvo hasta mediado de los años '30 un colegio de mujeres y un convento, es decir, un colegio de monjas. Aceptaban varones pero sólo hasta cierta edad. Gran parte de la "cremme" de aquella época asistió a esa institución, de ahí el "prestigio"... y el chetaje.
Por ejemplo, cuando sucedió aquello de la maldición del padre Fontela, en el '32, dicen que él huyendo de la turba que pretendía lincharlo por su intervención en el conflicto político entre conservadores y... el resto, se refugió en el convento del colegio durante unas horas, para luego continuar el escape junto a dos monaguillos hasta la desembocadura del Aguapey y cruzar a La Cruz en balsa. Dicen que al llegar a la otra orilla se quitó las sandalias y las sacudió, para no llevarse ni siquiera el polvo de aquel pueblo que lo echaba. Esa fue su maldición.
Luego de algunas desavenencias económicas (las familias no aceptaron el aumento de la cuota), las religiosas se retiraron, y la institución pasó a ser una escuela provincial.
Fue en el año '63 cuando por un desperfecto eléctrico la escuela se prendió fuego. Dicen que duró un día el incendio, que todo el pueblo colaboró haciendo cadenas de baldes; por esos tiempos aún no había cuerpo de bomberos en la ciudad.
La escuela siguió funcionando, con una restauración medio "así nomás", hasta principios de los '80 cuando se terminó una reforma completa que le dio su aspecto actual. De aquel majestuoso edificio, de aulas con piso de madera y un hermoso aljibe en el patio de las mujeres (porque para los recreos cada sexo tenía su espacio), sólo subsistió prácticamente intacta la capilla (que le da su particular fachada) ya transformada en salón de actos.
Resulta que con los años, las historias se fueron mezclando, se le fueron adosando nuevos detalles y se fue creando de a poco la leyenda urbana. Así surgió la versión que hoy subsiste en el folklore popular, que dice que las monjas en realidad murieron en aquel afamado incendio. Así también surgió el macabro cuento de que en lo que ahora es el baño de las mujeres, dos monjas perecieron por las llamas. Pero sin embargo, una variante dice que en realidad esas dos monjas quedaron encerradas durante unas vacaciones, ya que el portero cerró la escuela en diciembre y la abrió recién en marzo; allí las encontró a ambas, muertas de forma espantosa, luego de aparentemente haber practicado canibalismo.
Estas y muchísimas historias más, como que de un hueco que hay en uno de los muros del patio de abajo surgía un ente que asesinaba a los bebés de las monjas, o que dentro de los troncos de los palos borrachos estaban los cuerpos de las religiosas, o que el mástil de la bandera en realidad es la tumba de la madre superiora. Dios mío, qué imaginación colectiva.
Gastón, con un año de haber llegado, ya había sabido aprovecharse de las creencias que en la escuela se profesaban. Al otro día ya se estaba riendo de los regaños que le habían dado, de la nota que le llegó a su mamá, y de todo y todos en general, especialmente de las dos chicas que primero le creyeron.
De igual forma, el mito que rodea al último cubículo del baño de las mujeres, que como dije ya existía desde antes, siguió subsistiendo con más o menos fuerza según la época. Había temporadas en que las chicas sólo entraban al baño en casos de fuerza mayor y salían cuanto antes por el pavor que les provocaba la posibilidad de tener un encuentro cercano con los espíritus. En otras temporadas la leyenda perdía vigor y casi nadie la recordaba.
Años más tarde se me ocurrió la idea de que quizás todo aquello nació alguna vez en que una niña se hizo señorita en ese último cubículo del baño. Luego, alguna compañerita encontró... quien sabe lo que encontró... y se encargó de repartir el chisme. Quien sabe, ¿no? Pero cómo desmentir una historia tan arraigada y dispersa a la vez... Aparte, ¿Para qué hacerlo?
Son de esas cosas que no existen, pero que las hay. Igual, hasta lo que sé, Gastón nunca se quejó de que le tiraran las patas. Todavía.


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