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10 diciembre 2013

De policías y protestas

Medir la pertinencia de un reclamo no es fácil, pasa más por el ojo del mensurador que por el fiel. Cada uno tiene sus motivos, para reclamar y para achacar ese reclamo, cada uno tiene su propia visión de qué es justo y qué no. Por eso, cuando el reclamo parte desde aquellos que deberían ser el ejemplo, el orden, la figura a seguir, el fiel mismo de la balanza, se complica aún más decidir en qué creer. Dicen que cierta vez a un comisario de un pueblo le había llegado la hora de jubilarse. Era de esos funcionarios más bien funcionales, en tiempos en que el mérito de alcanzar un cargo estaba estrictamente relacionado con la fidelidad a la divisa y casi para nada con la cantidad de luces con la que contara el aspirante. Al comisario le había llegado la hora, pero él no quería saber nada del asunto. Protestó una y otra y otra vez, estirando el trámite, hasta que en un momento tocó el final de la piola. Un delegado del Gobierno de la provincia llegó entonces a la comisaría de aquel pueblo alejado para tratar de convencer a ese hombre de la ley. Pensando que el anciano tenía temor a sentirse disminuido por pasar a ser un pasivo, el delegado comenzó procurando hacer entender al comisario de que una vez jubilado tendría tiempo libre para otras actividades de su interés. "¿Y para qué tiempo libre? ¿Si yo estoy bien así como estoy?", le respondió. Entonces, pensando que la preocupación quizás pasaba por otra cuestión, intentó hacerle entender de que su sueldo de jubilado le alcanzaría perfectamente para tener un buen pasar, lo que al fin despertó el verdadero motivo de aquella tozudez: "¿El sueldo? -preguntó el comisario- pero si el sueldo no me interesa, ¡lo que me interesa es el 'me llevo'!".


© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI

01 octubre 2013

Arrancó este lunes la 2da. Feria del Libro de La Cruz.

Un verdadero lujo, evocando en cierta forma a las famosas ferias del libro que se hacían en Alvear hace más de 20 años.

Salud a los hermanos cruceños, felicitaciones y a seguir por más!

Fotos en Facebook: https://www.facebook.com/media/set/?set=a.10201133901603198.1073741839.1039227302&type=1

© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI

26 agosto 2013


El Alonzón

Cuenta la leyenda, que los jueves de luna llena surge un ser abominable: el Alonzón. De contextura pequeñita, en términos humanos, este bípedo muta involuntariamente y atemoriza los aires. Sus finas plumas viran gruesos vellos, las patas se le hacen garras y el piquito se convierte en hocico, con dos grandes pares de colmillos que le desbalancean el peso del cuerpo hacia adelante -cuando se echa en picada no hay marcha atrás-. Los ojos le brillan como un tizón soplado y no pía, gruñe, un gruñido ronco que se confunde con el silbido de tacuaritas que lo atosigan y revolotean a su alrededor, anunciando su presencia. Vuela tosco, saltando de poste en poste, irrumpiendo en las viviendas de sus vecinos que, como se sabe, carecen de puertas. No se sabe bien si es autóctona la leyenda o la trajeron los inmigrantes gorriones, pero en lo alto, por las dudas, evitan mencionar su nombre cuando la noche se alumbra de blanco intenso y el fin de semana está cerca. Credulidad o tradición, pajarito que se precie vuela cauteloso, y no dice "Hornero-lobo" en voz alta. Los viernes la cosa ya es otra, el peligro no está en los aires sino en la tierra, y los que temen no vuelan, porque son gallinas.


*Foto: Poste en esquina de Rodríguez Peña y General Paz, Alvear.-


© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI

21 agosto 2013

Entre Itaquí y Alvear

  • "Parceria de João Sampaio, Diego Müller e Elton Saldanha, interpretada por Daniel Torres. Itaqui (Brasil) e Alvear (Argentina), duas cidades fronteiriças, separadas pelo Rio Uruguai mas unidas por suas tradições, vocações e amizades"

"Parceria" de João Sampaio, Diego Müller y Elton Saldanha, interpretada por Daniel Torres. Itaqui (Brasil) y Alvear (Argentina), dos ciudades fronterizas, separadas por el Río Uruguay pero unidas por sus tradiciones, vocaciones e amistades.



 © 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI

03 agosto 2013

CAÑÓN FREEGATE

El capitán presintió algo extraño, el aire estaba cargado de miradas quién sabe de qué lados. El acantilado se extendía quince kilómetro isla adentro, ya habían recorrido la mitad y el escape hacia la playa se hacía cada vez menos factible en caso de emboscada.
Siete metros de roca se alzaban a sus costados, paredones infranqueables. Los únicos caminos eran hacia atrás o hacia adelanto, por el sinuoso lecho del cañón, de metro y medio de estrechez, aunque seco en esa época del año.
De repente frente a ellos los paredones se torcieron bruscamente a la derecha en una curva de sifón que no dejaba ver qué había más allá. El capitán supo que la vida de sus quince hombres dependía de él tanto como su reputación. Alzó la mano a la altura del hombro, el lorito se echó hacia adelante buscando una galleta en su mano pero lo único que se comió fue el amague: el capitán hizo una señal de alto. Miró de reojo, con su ojo bueno, al primer oficial a su derecha. Este le respondió con otra mirada igual de encriptada, también con su ojo bueno. El capitán sabía que entrar a la curva con sus quince hombres era demasiado riesgoso, y sabía también que esta podía ser la tan ansiada oportunidad para deshacerse de su molesto primer oficial, ese irlandés abstemio que tanta repulsión le había causado con sus constantes insistencias de desinfectar la cuba de cubierta después de la peste que diezmó esa otrora gloriosa tripulación de setecientos.
Tres minutos de suspenso se perdieron hasta que el capitán terminó de reflexionar todo ese rencor con el ceño cincurflejo, hasta que se despabiló con el alarido de un zorzal que fue asestado de un certero gomerazo por parte de un marinero raso. Fueron poco menos de seis metros de trayectoria para la piedra que le invirtió el pico al plumífero apostado en el borde del barranco.
-Capitán, qué será de nuestra suerte -preguntó el primer oficial.
-Ve a echar un ojo -le replicó el otro.
El primer oficial resopló indignado, giró la cabeza hacia atrás y no vio más que pavor, viró hacia el frente otra vez y exhaló un bramido a medio pulmón. Movió el pie derecho, el bueno, en un primer paso sigiloso... Cuatro pasos más adelante y a mitad de la curva se detuvo, se quitó el ojo malo, lo acarició con la yema del pulgar de su mano izquierda -la buena-, lo miró detenidamente. Recordó aquella vez en Tortuga, cuando en unos festejos de año nuevo una esquirla de botella le alcanzó la vista producto de una cañita voladora mal colocada. Se rascó el pómulo derecho con el garfio, se agachó apoyando la rodilla izquierda, finamente tallada con escenas náuticas. Acomodó su ojo sobre el índice arqueado hacia la palma, el pulgar engatillado detrás del mayor, contuvo la respiración y lanzó el ojazo rastrero con tal destreza que el efecto lo hizo perpetrarse por lo que quedaba de la curva.
-¡Última a la de veras! -se oyó un grito estridente del otro lado.
-¡Arreje no le doy! -Respondió el primer oficial, arriesgándose a lo peor, a que le trinquen su punto.
El eco del intercambio se disolvió enseguida en la inmensidad del cañón, el eje del universo se posicionó en esa curva y hasta el viento se calló para dar paso al suspenso. Un estruendo vítreo cortó de repente el momento y el primer oficial sintió su temor materializarse. Una lágrima errante se fugó por la órbita vacía de su cráneo y sin gemir se puso de pie y lanzó una carrera por donde había venido, cruzando por entre sus compañeros al grito de:
-¡Son hostiles!
El capitán vio la patética escena desarrollarse frente a su vista (la del ojo bueno) y de inmediato mandó su mano buena a la espalda baja para tantear la horqueta.
-¡Preparen hondas! -bramó el capitán. Desde que tuvieron que entregar sus fusiles y trabucos luego de no poder cubrir la hipoteca con el Banco de Londres, sólo piedras les quedaban para proyectiles.
Sus catorce hombres apenas se perturbaron, ya a trescientos metros del lugar rumbo a la playa, confundidos por el ruido y la polvareda de la estampida que retumbaba entre los acantilados.
El capitán se tomó la barbilla y asintió resignado por la cobardía de sus hombres. Jamás pensó recibir semejante traición de su tripulación desde que se puso al frente de ella tras el motín que encabezó para deponer al capitán McMillan.
Extrajo su honda de debajo del cinturón, tomó una canica de su bolsillo, cargó el arma, extendió el elástico hasta que escuchó los agudos estralidos de la goma tensionada y aguardó.
Aguardó, aguardó la llegado del impío y se prometió:
-En el izquierdo, ahí se la voy a poner. Que le quede el derecho bueno, para que vea -y sintió cómo la adrenalina le estallaba en los oídos y le quemaba las tripas. Semejante valor no se había visto ni se vería de nuevo en ese acantilado, semejante epopeya no sería dejada a un lado en los anales del anecdotario bucanero.
La leyenda del capitán Freegate quedó en la memoria de sus antiguos subordinados que, sin embargo, jamás se preocuparon por saber qué fue de su suerte.

© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI


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A M.R.D., un abrazo compoblano..!

11 julio 2013



No se puede vivir con miedo


Debo confesarlo, tengo un hobby: hacer barquitos con los boletos de colectivo. Para no tirarlos, más que nada; las grandes colecciones de arte y las vizcacheras comparten esa causa. Muchos ya lo sabían, y hasta tengo amigos -una insipiente red- que me juntan boletos para alimentar este pasatiempo. Lo hago desde hace poco más de un año, desde que empecé a manejarme asiduamente en colectivo y, dicho sea de paso, en todo este tiempo no recuerdo, aún haciendo mucho esfuerzo, no más de 5 veces (con un 20% de margen de error) en que haya subido un inspector para picarme el boleto. Por prudencia, evitaba hacer barquitos mientras viajaba con los boletos recién sacados. Como siempre suelo tener boletos sin doblar en la mochila, hago barquitos con esos y el del viaje en curso lo guardo recién cuando me bajo, para el próximo viaje -o momento que amerite barquito-. Pero, hace unos días venía cavilando que, conforme a las estadísticas, ¿qué posibilidades habría de que justo el día que se me ocurra hacer un barquito con el boleto del viaje en curso, suba el inspector? Muy pocas. Tenté al destino un par de días, viajé sin respaldo de boletos viejos, soportando la abstinencia de no usar el único que tenía entre dedos, solo lo doblaba por la mitad y vigilaba, afilaba el doblez con las uñas y seguía vigilando, temerario, como esperando comprobar si esa acción era de hecho una invocación al inspector o solo una transgresión menor. No pasaba nada. Finalmente, ayer la vanidad superó la raya y me decidí: "No se puede vivir con miedo", dije. Tres paradas antes de la mía empecé con los dobleces; gracias a la práctica adquirida, en menos de dos cuadras ya lo tenía armado y calzado cual sombrerito en el meñique derecho. Miraba por la ventanilla y al frente, entre la satisfacción y la alerta, adrenalina, dos cuadras más, hasta que en la anteúltima parada sucedió lo que Murphy hubiera predicho: subió el inspector. ¿Adrenalina dije? A desarmar el barquito, desarmar el barquito, ¡desarmar el barquito! Por suerte me había sentado casi al fondo, sobre la rueda. El inspector se acercaba, había pocos pasajeros, y el barquito que no se dejaba desdoblar; un thriller. Faltando dos pasajeros y a media cuadra de mi parada, forcé el doblez, partí la mitad del boleto pero desarmé el barquito. El inspector se afirmó frente a mí y le extendí el brazo con mi papelito medio rasgado  "Disculpe, se me rompió un poquito" le dije tímido mientras me levantaba para apurarme a tocar el timbre. Él no me dijo nada, lo tomó, lo giró dos veces, hizo un primer intento de picarlo del lado más entero pero no se perforó -con los dobleces, había perdido rigidez el papel-, lo intentó de nuevo y otra vez fracasó. ¿Para qué un agujero donde hay terrible rasgadura? Me lo devolvió con desdén, yo ya con un pie puesto en el primer escalón y el colectivo en el último metro de frenada. Chau, un barquito menos. El de más corta vida en toda mi trayectoria, el que me hizo pensar que se podía evitar lo inevitable: la yeta. Me despedí de él frente a un tacho de una plazoleta y me fui silbando La balsa, bajito y con respeto.


© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI

SUAVE

Sábado, noche, garúa. Hace una semana que la humedad está al máximo y el falso veranillo de julio lo hizo salir de chomba a la calle. Espera solo el colectivo en la parada, bajo el techito, porque garúa. Cuando la máquina dobla la esquina, él se acerca más al cordón de la vereda, estira el brazo derecho con la palma hacia abajo haciéndole señas al chofer para que pare. Da vuelta la mano hacia arriba y se moja, confirma, la garúa engrosa y ya es llovizna. Sube al colectivo, “buenas noches” al chofer, paga el boleto y se sienta al medio, a la izquierda, asiento individual. No muchos pasajeros adentro, tal vez cinco o seis más; afuera la llovizna que se hace lluvia, las ventanillas embarradas borronean los faroles de la calle. Él desenfoca la vista, para hacerlo más interesante, y fija la mirada en los faroles uno a uno mientras corren en su dirección y desaparecen tras el marco de la ventanilla, sus ojos brincan de farol en farol, se entretiene. El murmullo del motor del colectivo se agrava y se agudiza con cada cambio de marcha, al igual que el crujir de las ruedas sobre el asfalto encharcado. Cada tanto una parada, se baja un pasajero, vuelve a ponerse en movimiento, pero no sube ninguno más, él fue el último y lo seguirá siendo. A unas diez cuadras antes de su parada se bajan los últimos pasajeros y quedan solos él y el chofer. Este levanta la vista -la avenida está para él solo-, pispea por el espejo grande de arriba del parabrisas, lo ve y le levanta las cejas con sutileza, él le devuelve el gesto. De repente los murmullos del motor y las ruedas pasan a un segundo plano, de un parlante de esos portátiles que lleva el chofer en su tablero, detrás del volante, la música aumenta: es Michael Jackson, Smooth criminal. Una introducción larga, ritmo que invita al movimiento, sus cabezas lo captan enseguida y en diferido empiezan a ladearse con estilo, cuando uno a la derecha el otro a la izquierda; él pone sobre el pasillo su pie derecho, talón fijo, sigue golpe a golpe el son mientras con la mano izquierda el chofer hace lo mismo sobre el volante. En el súmmum de la canción, él divisa su parada, se levanta de un salto y sin perder el ritmo da un giro de ciento ochenta, el chofer sonríe mientras lo mira por el espejo y acentúa el movimiento de la cabeza, esta vez de arriba a abajo, como afirmando que lo que ve se ve bien. Él se desliza de un solo envión por el pasillo del colectivo hasta alcanzar de un manotazo el parante de caño de la puerta trasera donde de inmediato toca el timbre. Mira hacia adelante, al espejo buscando a su cómplice, el chofer hace un solo de batería con sus dedos sobre el volante y cierra con un brusco manotazo a la palanca que abre la puerta trasera, el coche aún a gran velocidad. Él se inclina hacia adelante para ver los escalones, pero se inclina con el cuerpo recto y sin despegar los talones del piso, antigravedad. El chofer aumenta al máximo el volumen, extasiado, el vaivén de su cabeza se descontrola y hace chillar los frenos a metros de la parada. Él desde el fondo lo vuelve a buscar en el espejo, cabecea en gesto grato y da un solo salto a los tres escalones hasta alcanzar la vereda, cayendo justo en un charco. Salpica barro hacia todos lados, pero no se perturba; gira un cuarto de vuelta para otra vez hacer contacto con el chofer, esta vez a través del espejo exterior del colectivo, y se desplaza hacia atrás, caminata lunar, deslizándose sobre el barro. La lluvia cae copiosa, enseguida le empapa el cabello, la cara, pero no le borra la sonrisa de los labios ni mucho menos de los ojos. Cuando el colectivo parte, se da vuelta y sigue el camino de frente, chascando los dedos al ritmo del tema que ya se oye lejano y chapoteando a cada paso por la vereda encharcada. Es sábado, noche, llueve. Él se va a su casa para encerrarse, y aunque todavía no no era medianoche ya tuvo la cuota de disco que no pensó tener ese fin de semana.


© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI

30 junio 2013

¡Arreje no le doy!





El oico, el gallito, la cafúa. "Última a la de veras", o "a la mentira", para los pichados. El que está en el ruido sabe...
La preferida, fuera del tipo que fuera, tenía nombre: "el punto". Tu punto, mi punto. Las paraguayitas eran las de uso diario, ya las lecheras eran más mezquinadas. Los boyones y los aceritos, especiales para para "trincarle" el punto al otro -maldad pura-. Después los puntones, (término medio entre bolita y boyón) y las vale 2 (más chiquitas, valían 2 por 1 en el canje normal).
Arrodillada la gurisada, con el guardapolvo arremangado; las rodillas se podían ensuciar, el guardapolvo no. El proyectil sobre la uña del dedo gordo, gatillado por el anular o el índice en forma de gancho -la técnica básica y menos avanzada-, la mano a la altura de los ojos -o los ojos a la altura de la mano, lo mismo da- un ojo cerrado y el otro en la mira: "¡tingale, tingale!" te arengaba tu compañero, o el enemigo de tu contrincante. Y yo le tingaba che, a veces... Otras le pasaba de refilón. Pero la mayoría de las veces le pifiaba lejos. Y ahí empezaba la cacería.
"¡Arreje no le doy, arreje!". Si te cantaban "Arreje..." y no te avivaste a tiempo de pedir cambio de lado, había que arriesgar o arriesgar, esté donde esté tu punto. O sino "no le arrejo", y entonces valía tirar el punto medio lejos para salvarse de una situación incómoda, o extender la agonía. Lo que se diga de entrada, "arreje" o "no le arrejo" , si se cantaba primero, no se podía retrucar.
Nunca fui bueno en ningún deporte, este no fue la excepción; pero era asiduo espectador -y entorpecedor, cómo no- de las partidas en la primaria. A veces hasta se extendían por más de un recreo, en los patios de arriba de la 123, entre las canaletas de las baldosas. ¡Y guarda que no se fueran por alguna rejilla del desagüe!
El tesoro de más de uno habrá sido una lata de bolitas. Cuántos enterraron su tesoro en el patio o en algún baldío del barrio y después se olvidaron adónde. Cuántos se gastaron sus bolitas con la onda, en desmedro de algún pajarito inocente. Las bolitas eran también moneda de curso legal, medio de canje.
Las bolitas son de esas cosas baratas, muy baratas, pero valiosas. Porque cuando uno es chico, hay cosas que tienen mucho valor. Cosas simples pero importantes, que a nuestros ojos, son tesoros.


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Y como diría el benemérito Cococho: "¡Mató punto!"

© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI

21 marzo 2013


Procrastinaron.

La desconocida se sentó junto al desconocido en el colectivo. Aunque cada uno en su mundo, se radiografiaron sin mirarse ni tocarse, con solo oírse las respiraciones. La ansiedad comenzó a inundar el aire mientras el colectivo marchaba apurado, y el tiempo desenfrenado. Nadie se animaba a dar el primer paso. "¿Será ella?" se preguntaba él mirando desentendido por la ventanilla. "¿Y si le pregunto?" se indagaba ella sumida en la música de sus auriculares. Se bajaron en la misma parada y compartieron una cuadra el mismo camino hasta la bifurcación. “Capaz era ella”, susurró él, un tanto desganado aunque sin detenerse. “Mirá si era”, pensó ella, agachando la cabeza y apretando el paso. Ambos intuyeron lo mismo, que quizás nunca más se volverían a ver. Y aún a sabiendas de que la duda les carcomería la cabeza algún tiempo, se resignaron a seguir buscando, esperando, al amor de sus vidas un tiempo más. No es tan grande el mundo ni tan corta la vida como para no volver a cruzarse un día de estos, se esperanzaron, pero la reacción puede que vuelva a ser la misma: haragana y postergativa. “Ojalá no haya sido”, imploró cada uno por su lado; hasta cuándo si no, si sí. Ojalá.


© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI

28 febrero 2013

SI ALCANZA, PARA MÍ.

Una niña mujer, de esas que hay tantas tristemente, se acercó a la reja del kiosco y apoyó sus delgados brazos en ella. Dos clientes la precedían y el kiosquero, risueño como siempre, conversaba efusivamente mientras atendía a uno de ellos. La niña mujer aguardó con la mirada perdida entre el colorido del anaquel de golosinas. De baja estatura, quizás porque todavía no había terminado de crecer, de contextura débil, vestía un pantaloncillo azul muy corto, una musculosa de hilo anaranjada también muy corta, sandalias plateadas con tímidos tacos. El pelo, trenzado, renegrido, y su piel tenía el extraño brillo y tonalidad del bronce añejo. Un par de aros de esos que se exhiben en mantas sobre la peatonal le adornaban las orejas. El kiosquero se acercó a la reja a entregar el pedido a uno de los clientes, ambos vociferaban en clave cómplice, carcajadas de por medio. La mujer del kiosquero apareció por el fondo a un costado y se dispuso a atender al segundo cliente mientras el kiosquero se despidió del primero y aún con la sonrisa estampada en el rostro viró hacia la niña. De reojo, observó que ella apretaba un puñado de monedas en su mano derecha, y con el tono festivo que todavía le quedaba de la conversación anterior le preguntó: “¿Sí, qué va a llevar señorita?”. La niña apenas alzó la mirada, extendió el brazo pasándole las monedas y susurró: “Tres pañales por favor”. De inmediato el rostro del kiosquero mutó, como si el pedido de la niña hubiera sido una palada de culpa sobre su sonrisa. “Cómo no”, le respondió ya más serio y giró la palma de su mano hacia arriba para que la niña le deposite las monedas. Se volteó hacia el fondo del kiosco para buscar el pedido, apenas dio dos pasos y la niña agregó: “Y un cigarrillo, si alcanza”. El tranco del kiosquero se sacudió, como si un mazaso le hubiera alcanzado la nuca; no lo tumbó sólo porque el kiosquero tiene una contextura importante, de cuerpo y de espíritu; pero sintió el golpe. Asintió con la cabeza mientras continuó hacia el estante de los pañalaes, tomó tres, giró hacia el mostrador donde estaban los cigarrillos y tomó dos. No contó las monedas, no quería saber cuánto había, aunque no parecían ser tantas sentía cómo le pesaban más de lo habitual en la mano. Embolsó los pañales y volvió hacia la reja. “Aquí tiene señorita”, le dijo mientras hacía pasar la bolsa por entre los barrotes y le pasaba los dos cigarrillos con la otra mano. La niña agradeció igual de tímida y sin levantar la mirada salió con cierto apuro perdiéndose en la oscuridad de la vereda mal iluminada. El kiosquero miró a su mujer, parpadeó cansino ambos ojos en un discreto gesto y ella apenas levantó el mentón con igual discreción, asintiendo. Él se fue hacia el fondo a un costado y salió por la misma puerta por donde había entrado su mujer. Metió la mano en el bolsillo de su camisa, sacudió un paquete de cigarrillos y extrajo uno. Tomó el encendedor del bolsillo de su pantalón y lo acercó al rostro, pero se detuvo. “Tres pañales”, susurró con el cigarrillo entre los labios y chispeó el encendedor: “...Y un cigarrillo”, agregó, y ya no tuvo coraje de encenderlo.


*Experiencia barrio, Corrientes Capital.

© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI

17 enero 2013

Más producciones audiovisuales del grupo Yo Alvearense, realizadas íntegramente en Alvear.

Espero que disfruten y están todos invitados para febrero a la gran fiesta de los 150 años! Saludos

Pies (Alvear - Corrientes)

Manos (Alvear - Corrientes)


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06 enero 2013

Micro documental sobre el artesano alvearense Justino "Tita" Sánchez.Video realizado por el grupo de fomento Yo Alvearense




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