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01 marzo 2014

Nos pasa a todos.

Recuerdo haberla visto por primera vez sentada en un banco de la parada de en frente, esperando su transporte. De más está decir que era hermosa. La postura recta, gallarda, las manos juntas entre las rodillas, la mirada hacia un costado, mentón levemente alzado, sonrisa discreta constante; la mirada lejana pero atenta, cautivante en su conjunto. Un día la vi vestida de celeste, otro día de verde claro, pero evidentemente el beige era su color preferido. Era perfecta, demasiado, tanto que me intimidaba. La sentía tan lejana e inalcanzable. Día tras día, durante semanas, la veía y la contemplaba, intentaba convencerme de que no era de otro mundo, que no cayó del cielo, que era terrenal. Pero no podía, no podía creer que una criatura tan delicada pudiera coexistir con nosotros, simples mortales. Me faltaban evidencias para hacerlo. Más semanas y hasta meses me pasé así, mirándola de lejos, elucubrando. Hasta que un día, un día inusualmente caluroso de otoño, recuerdo, en mi habitual contemplación de cinco o diez minutos que compartíamos de espera noté un particular movimiento que me llevó a entender todo de golpe. De repente una bendición en forma de viento le acarició el rostro dibujándole olas en los cabellos. Con una elegancia admirable, realmente, sentada como siempre con las manos entre las rodillas, ella se inclinó levemente hacia un costado, extendió un poco más el cuello, la sonrisa se le apretó apenas acompañada de un gentil parpadeo, para enseguida acomodarse de nuevo a la posición anterior en relajado retorno. Jamás imaginé tal galanura y delicadeza para -¿echar?, no- ofrendar al éter una flatulencia. Un profano y mundanal gas. Prueba suficiente de que, como deseaba, estaba yo equivocado y sí, ella era de este mundo. Así fue como me acerqué a hablarle, por primera vez, y ese fin de semana compartimos unos mates con anís mientras hablamos... cosas sin importancia.

© 2014 DIEGO PETRUSZYNSKI

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