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15 junio 2011

Legado agrotécnico


Creábamos vida, eso hacíamos. Nuestra huertita en la escuela era eso, era la práctica de crear vida. Pero huertita, una forma de decir: una hectárea ya es una huerta.



A principio de año ya nos habíamos atracado con esa huerta. A azada y pala, a carpir las malezas primero y a dar vuelta la tierra después. Eramos chiquitos, menudos. Muy quejosos, pero laboriosos. Eramos estudiantes de secundaria, pero eso, eso que estábamos aprendiendo, era una profesión.


Primero hicimos el almácigo, los primeros cinco tablones hechos totalmente a mano, con herramientas manuales, con esfuerzo propio. Para muchos de mis compañeros no era algo fuera de sus costumbres, para mí, era una novedad inmensa.


Levantamos los tablones -que son los sectores de suelo donde se van a desarrollar las plantas- uno a uno, mirando, preguntando, aprendiendo, sudando. De siete y media de la mañana hasta casi las once. Agachando el lomo como se suele decir. Abonando a carretilla, con abono vacuno bien curado y desinfectado, por supuesto. Para ello la pila de estiercol pasa más o menos un mes cubierta con un plástico trasparente, así se fermenta, levanta temperatura y se cocina. Sólo cuando pierde por completo la temperatura en el centro se lo puede usar para abonar el suelo.


Uno empujando la carretilla, otro con la pala, arrojando el abono al tablón, y un tercero con la azada, mezclando bien ese suelo, para que quede bien suelto, sin terrones, esperando el paso del rastrillo para emparejarle la superficie y sacarle las piedras y restos de raíces de malas hierbas.


Cuando sembramos las primeras semillas, semillitas, pequeños puntitos que entraban de a miles en una palma, no podía dejar de pensar que eran miles de plantitas allí concentradas. Miles de kilos de verduras, de alimento, alimento para el mundo, sostenidas en una sola palma, la palma de un niño, de un alumno.


Para la siembra, se sostiene un puñado de semillitas, de lechuga por ejemplo -diminutas cascaritas negras-, con una mano, y con el filo de la otra mano, recta de la muñeca al meñique, como preparada para un golpe de karate, se va marcando un surco a lo largo del tablón. No más de un centímetro de profundidad, no más, no tanto. Cuanto más honda está la semilla, más tardará en emerger. Pero me era difícil calcular cuán profundo debía ser el surco; era la primera vez que lo hacía. Y en ese surco se van depositando a chorrillo las semillas. A una velocidad y una soltura pareja, constante, para que no hayan lugares con mayor concentración que otros, para que la competencia a la hora de germinar sea pareja -si la distribución es equitativa, solidaria, todas tienen chances de emerger-. Y una vez depositadas las semillas a lo largo de todo el surco, se lo tapa con un suave barrido de manos, como arropando la semillita en su cuna, a la espera de su nacimiento. Y sobre esto, una suave regada con regadera, de gotas bien finitas para no crear cráteres que destruyan el prolijo manto que cubre a la semilla y así dejarlas al descubierto, o sacarlas de su lecho.


Lechuga, acelga, zanahoria, cebolla, remolacha, repollo, rabanito, achicoria, ajo, cebollita de verdeo, perejil, apio, habas; sembramos de todo y mucho más. Sembramos futuro: aprendimos. Todos los días, temprano, a veces ganándole al sol, murmurando vapor, rompiendo con una varita el hielo que se formaba en la superficie de los charcos, crudo invierno. Curvando las espaldas con la azada puesta entre las manos y el suelo, picándolo para que a las plantitas les fuera más fácil arraigarse a la hora del trasplante. Trabajando, infantiles aún, trabajando para aprender. Y con todo gusto.


Mientras tanto, en el almácigo, un riego suave por la mañana y otro por la tarde. Los tablones se cubren con un colchón prolijo hecho de paja, que saliamos a machetear a los costados de la huerta. De esta forma, la superficie del tablón queda protegida de la erosión del viento y del agua.


Y nos tocó ver germinar una planta, encontrarnos de un día para el otro con una hojita, con una única hojita que asomaba tímida en el suelo, comenzando su emergencia, una hojita por semilla. Hojitas diminutas, finísimas, tiernas y frágiles, que rompen con fuerza inaudita la costra superficial de tierra que las separa del mundo exterior. Comienzan a emerger. Un espectáculo verde, un tapiz vivo, como esas alfombras felpudas, suaves como una nube, pero de vida. El asombro de ser parte día tras día de la vida de una hojita, que luego se transformará en dos, y luego en tres. Semanas de cuidado, de riego y cariño, de limpieza de malezas, escarificado, control de plagas. Semanas de ver desarrollarse todo un mundo a partir de un granito del tamaño de la cabeza de un alfiler: de una semilla.


Entonces era hora del transplante, de llevar esa delicada plantita, tres hojitas y una radícula, al tablón definitivo, su último suelo. El transplante es sistemático: en una mano se sostiene un puñado de plántulas, mientras que con el índice de la otra mano se hace un pocito en el tablón -siguiendo un líneo-. Se toma una plantita y se mete la pequeña raíz en el pocito, y se preciona con las yemas de los dedos pulgar, índice y anular -de ambas manos- unidos, formando un pico, sin undir mucho cuidando que las hojas no toquen la tierra. Finalmente, se hace una pasada con la regadora, hechando un chorro de agua al costado del líneo y cuidando de no mojar las hojas -fundamental-. Allí se desarrollarán las plantas hasta el momento de la cosecha, momento de sacarles provecho.



Un día, lo que era una leve meseta de quince centímetros de alto por ochenta de ancho y diez metros de largo, color tierra en su totalidad -el tablón-, comenzó a teñirse, a colorearse de verde.
Día a día, semana a semana, de riego y cuidados, veíamos crecer las hojas, engrosarse los tallos, bulbos y tubérculos, llenarse las vainas, veíamos a la naturaleza en acción, al servicio del bienestar humano, sintiendo cómo la vida se trasnformaba entre nuestras manos.


Participamos no solo en el ensamblaje de una cadena, sino que lo hicimos también en la forja del primer eslabón. La curiosidad de ver, mirar, observar, prestar atención: humanizarse. Despertar los sentidos, fascinarse, analizando un producto venido del suelo, de la tierra, de abajo, de un lugar en el que todo empieza y todo termina, del que algún día nosotros también formaremos parte y del que ya forman parte nuestros antepasados.



Yo me fascinaba pensando en cómo se originó el universo, a través de una semillita quizás, una semillita de qué. El mismo proceso que se repite en una infinidad de matices, de géneros, en todos los seres y en todos los elementos. Algo que se forma porque primero hubo algo más. O algo menos. Las combinaciones de la naturaleza para crear lo que solo ella puede.


Trabajar la tierra, tan atrasado que puede sonarle a algunos, tan repugnante a otros. Oficio que se relaciona con los pobres, con los incultos, los del campo; y con los ricos, los poderosos, los del campo. Trabajar la tierra, ni más ni menos. Producir vida, el primer eslabón del combustible de todo ser: la comida.

Cuando el hombre descubrió la agricultura dejó de ser nómade, se asentó, fundó ciudades. Qué ironía pensar que la ciudad, muchas veces considerada la antagonista del campo, no sería tal sin este último. El agro es el orígen, y sin embargo "el futuro está en el agro", nos decía una profesora. Y un profesor agregaba que, aprendiendo a trabajar la tierra, "el día de mañana podemos pasar de todo, menos hambre".


Aprendí que con voluntad, esfuerzo y pasión por lo que uno hace, el futuro nunca puede ser desalentador.




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© 2011 DIEGO PETRUSZYNSKI
















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