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11 julio 2013



No se puede vivir con miedo


Debo confesarlo, tengo un hobby: hacer barquitos con los boletos de colectivo. Para no tirarlos, más que nada; las grandes colecciones de arte y las vizcacheras comparten esa causa. Muchos ya lo sabían, y hasta tengo amigos -una insipiente red- que me juntan boletos para alimentar este pasatiempo. Lo hago desde hace poco más de un año, desde que empecé a manejarme asiduamente en colectivo y, dicho sea de paso, en todo este tiempo no recuerdo, aún haciendo mucho esfuerzo, no más de 5 veces (con un 20% de margen de error) en que haya subido un inspector para picarme el boleto. Por prudencia, evitaba hacer barquitos mientras viajaba con los boletos recién sacados. Como siempre suelo tener boletos sin doblar en la mochila, hago barquitos con esos y el del viaje en curso lo guardo recién cuando me bajo, para el próximo viaje -o momento que amerite barquito-. Pero, hace unos días venía cavilando que, conforme a las estadísticas, ¿qué posibilidades habría de que justo el día que se me ocurra hacer un barquito con el boleto del viaje en curso, suba el inspector? Muy pocas. Tenté al destino un par de días, viajé sin respaldo de boletos viejos, soportando la abstinencia de no usar el único que tenía entre dedos, solo lo doblaba por la mitad y vigilaba, afilaba el doblez con las uñas y seguía vigilando, temerario, como esperando comprobar si esa acción era de hecho una invocación al inspector o solo una transgresión menor. No pasaba nada. Finalmente, ayer la vanidad superó la raya y me decidí: "No se puede vivir con miedo", dije. Tres paradas antes de la mía empecé con los dobleces; gracias a la práctica adquirida, en menos de dos cuadras ya lo tenía armado y calzado cual sombrerito en el meñique derecho. Miraba por la ventanilla y al frente, entre la satisfacción y la alerta, adrenalina, dos cuadras más, hasta que en la anteúltima parada sucedió lo que Murphy hubiera predicho: subió el inspector. ¿Adrenalina dije? A desarmar el barquito, desarmar el barquito, ¡desarmar el barquito! Por suerte me había sentado casi al fondo, sobre la rueda. El inspector se acercaba, había pocos pasajeros, y el barquito que no se dejaba desdoblar; un thriller. Faltando dos pasajeros y a media cuadra de mi parada, forcé el doblez, partí la mitad del boleto pero desarmé el barquito. El inspector se afirmó frente a mí y le extendí el brazo con mi papelito medio rasgado  "Disculpe, se me rompió un poquito" le dije tímido mientras me levantaba para apurarme a tocar el timbre. Él no me dijo nada, lo tomó, lo giró dos veces, hizo un primer intento de picarlo del lado más entero pero no se perforó -con los dobleces, había perdido rigidez el papel-, lo intentó de nuevo y otra vez fracasó. ¿Para qué un agujero donde hay terrible rasgadura? Me lo devolvió con desdén, yo ya con un pie puesto en el primer escalón y el colectivo en el último metro de frenada. Chau, un barquito menos. El de más corta vida en toda mi trayectoria, el que me hizo pensar que se podía evitar lo inevitable: la yeta. Me despedí de él frente a un tacho de una plazoleta y me fui silbando La balsa, bajito y con respeto.


© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI

SUAVE

Sábado, noche, garúa. Hace una semana que la humedad está al máximo y el falso veranillo de julio lo hizo salir de chomba a la calle. Espera solo el colectivo en la parada, bajo el techito, porque garúa. Cuando la máquina dobla la esquina, él se acerca más al cordón de la vereda, estira el brazo derecho con la palma hacia abajo haciéndole señas al chofer para que pare. Da vuelta la mano hacia arriba y se moja, confirma, la garúa engrosa y ya es llovizna. Sube al colectivo, “buenas noches” al chofer, paga el boleto y se sienta al medio, a la izquierda, asiento individual. No muchos pasajeros adentro, tal vez cinco o seis más; afuera la llovizna que se hace lluvia, las ventanillas embarradas borronean los faroles de la calle. Él desenfoca la vista, para hacerlo más interesante, y fija la mirada en los faroles uno a uno mientras corren en su dirección y desaparecen tras el marco de la ventanilla, sus ojos brincan de farol en farol, se entretiene. El murmullo del motor del colectivo se agrava y se agudiza con cada cambio de marcha, al igual que el crujir de las ruedas sobre el asfalto encharcado. Cada tanto una parada, se baja un pasajero, vuelve a ponerse en movimiento, pero no sube ninguno más, él fue el último y lo seguirá siendo. A unas diez cuadras antes de su parada se bajan los últimos pasajeros y quedan solos él y el chofer. Este levanta la vista -la avenida está para él solo-, pispea por el espejo grande de arriba del parabrisas, lo ve y le levanta las cejas con sutileza, él le devuelve el gesto. De repente los murmullos del motor y las ruedas pasan a un segundo plano, de un parlante de esos portátiles que lleva el chofer en su tablero, detrás del volante, la música aumenta: es Michael Jackson, Smooth criminal. Una introducción larga, ritmo que invita al movimiento, sus cabezas lo captan enseguida y en diferido empiezan a ladearse con estilo, cuando uno a la derecha el otro a la izquierda; él pone sobre el pasillo su pie derecho, talón fijo, sigue golpe a golpe el son mientras con la mano izquierda el chofer hace lo mismo sobre el volante. En el súmmum de la canción, él divisa su parada, se levanta de un salto y sin perder el ritmo da un giro de ciento ochenta, el chofer sonríe mientras lo mira por el espejo y acentúa el movimiento de la cabeza, esta vez de arriba a abajo, como afirmando que lo que ve se ve bien. Él se desliza de un solo envión por el pasillo del colectivo hasta alcanzar de un manotazo el parante de caño de la puerta trasera donde de inmediato toca el timbre. Mira hacia adelante, al espejo buscando a su cómplice, el chofer hace un solo de batería con sus dedos sobre el volante y cierra con un brusco manotazo a la palanca que abre la puerta trasera, el coche aún a gran velocidad. Él se inclina hacia adelante para ver los escalones, pero se inclina con el cuerpo recto y sin despegar los talones del piso, antigravedad. El chofer aumenta al máximo el volumen, extasiado, el vaivén de su cabeza se descontrola y hace chillar los frenos a metros de la parada. Él desde el fondo lo vuelve a buscar en el espejo, cabecea en gesto grato y da un solo salto a los tres escalones hasta alcanzar la vereda, cayendo justo en un charco. Salpica barro hacia todos lados, pero no se perturba; gira un cuarto de vuelta para otra vez hacer contacto con el chofer, esta vez a través del espejo exterior del colectivo, y se desplaza hacia atrás, caminata lunar, deslizándose sobre el barro. La lluvia cae copiosa, enseguida le empapa el cabello, la cara, pero no le borra la sonrisa de los labios ni mucho menos de los ojos. Cuando el colectivo parte, se da vuelta y sigue el camino de frente, chascando los dedos al ritmo del tema que ya se oye lejano y chapoteando a cada paso por la vereda encharcada. Es sábado, noche, llueve. Él se va a su casa para encerrarse, y aunque todavía no no era medianoche ya tuvo la cuota de disco que no pensó tener ese fin de semana.


© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI

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