SUAVE
Sábado, noche, garúa. Hace una semana
que la humedad está al máximo y el falso veranillo de julio lo hizo
salir de chomba a la calle. Espera solo el colectivo en la parada,
bajo el techito, porque garúa. Cuando la máquina dobla la esquina,
él se acerca más al cordón de la vereda, estira el brazo derecho
con la palma hacia abajo haciéndole señas al chofer para que pare.
Da vuelta la mano hacia arriba y se moja, confirma, la garúa engrosa
y ya es llovizna. Sube al colectivo, “buenas noches” al chofer,
paga el boleto y se sienta al medio, a la izquierda, asiento
individual. No muchos pasajeros adentro, tal vez cinco o seis más;
afuera la llovizna que se hace lluvia, las ventanillas embarradas
borronean los faroles de la calle. Él desenfoca la vista, para
hacerlo más interesante, y fija la mirada en los faroles uno a uno
mientras corren en su dirección y desaparecen tras el marco de la
ventanilla, sus ojos brincan de farol en farol, se entretiene. El
murmullo del motor del colectivo se agrava y se agudiza con cada
cambio de marcha, al igual que el crujir de las ruedas sobre el
asfalto encharcado. Cada tanto una parada, se baja un pasajero,
vuelve a ponerse en movimiento, pero no sube ninguno más, él fue el
último y lo seguirá siendo. A unas diez cuadras antes de su parada
se bajan los últimos pasajeros y quedan solos él y el chofer. Este
levanta la vista -la avenida está para él solo-, pispea por el
espejo grande de arriba del parabrisas, lo ve y le levanta las cejas
con sutileza, él le devuelve el gesto. De repente los murmullos del
motor y las ruedas pasan a un segundo plano, de un parlante de esos
portátiles que lleva el chofer en su tablero, detrás del volante,
la música aumenta: es Michael Jackson, Smooth criminal. Una
introducción larga, ritmo que invita al movimiento, sus cabezas lo
captan enseguida y en diferido empiezan a ladearse con estilo, cuando
uno a la derecha el otro a la izquierda; él pone sobre el pasillo su
pie derecho, talón fijo, sigue golpe a golpe el son mientras con la
mano izquierda el chofer hace lo mismo sobre el volante. En el súmmum
de la canción, él divisa su parada, se levanta de un salto y sin
perder el ritmo da un giro de ciento ochenta, el chofer sonríe
mientras lo mira por el espejo y acentúa el movimiento de la cabeza,
esta vez de arriba a abajo, como afirmando que lo que ve se ve bien.
Él se desliza de un solo envión por el pasillo del colectivo hasta
alcanzar de un manotazo el parante de caño de la puerta trasera
donde de inmediato toca el timbre. Mira hacia adelante, al espejo
buscando a su cómplice, el chofer hace un solo de batería con sus
dedos sobre el volante y cierra con un brusco manotazo a la palanca
que abre la puerta trasera, el coche aún a gran velocidad. Él se
inclina hacia adelante para ver los escalones, pero se inclina con el
cuerpo recto y sin despegar los talones del piso, antigravedad. El
chofer aumenta al máximo el volumen, extasiado, el vaivén de su
cabeza se descontrola y hace chillar los frenos a metros de la
parada. Él desde el fondo lo vuelve a buscar en el espejo, cabecea
en gesto grato y da un solo salto a los tres escalones hasta alcanzar
la vereda, cayendo justo en un charco. Salpica barro hacia todos
lados, pero no se perturba; gira un cuarto de vuelta para otra vez
hacer contacto con el chofer, esta vez a través del espejo exterior
del colectivo, y se desplaza hacia atrás, caminata lunar,
deslizándose sobre el barro. La lluvia cae copiosa, enseguida le
empapa el cabello, la cara, pero no le borra la sonrisa de los labios
ni mucho menos de los ojos. Cuando el colectivo parte, se da vuelta y
sigue el camino de frente, chascando los dedos al ritmo del tema que
ya se oye lejano y chapoteando a cada paso por la vereda encharcada.
Es sábado, noche, llueve. Él se va a su casa para encerrarse, y
aunque todavía no no era medianoche ya tuvo la cuota de disco que no
pensó tener ese fin de semana.
© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI
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