CAÑÓN
FREEGATE
El capitán presintió algo extraño, el aire estaba cargado de miradas quién sabe de qué lados. El acantilado se extendía quince kilómetro isla adentro, ya habían recorrido la mitad y el escape hacia la playa se hacía cada vez menos factible en caso de emboscada.
Siete
metros de roca se alzaban a sus costados, paredones infranqueables.
Los únicos caminos eran hacia atrás o hacia adelanto, por el
sinuoso lecho del cañón,
de metro y medio de estrechez, aunque seco en esa época del año.
De
repente frente a ellos los paredones se torcieron bruscamente
a la derecha en una curva de sifón que no dejaba ver qué había más
allá. El capitán supo que la vida de sus quince hombres dependía
de él tanto como su reputación. Alzó la mano a la altura del
hombro, el lorito se echó hacia adelante buscando una galleta en su
mano pero lo único que se comió fue
el amague: el capitán hizo una señal de alto. Miró de reojo, con
su ojo bueno, al primer oficial a su derecha. Este le respondió con
otra mirada igual de encriptada, también con su ojo bueno. El
capitán sabía que entrar a la curva con sus quince hombres era
demasiado riesgoso, y sabía también que esta podía ser la tan
ansiada oportunidad para
deshacerse de su molesto primer oficial, ese irlandés abstemio que
tanta repulsión le había causado con sus constantes insistencias de
desinfectar la cuba de cubierta después de la peste que diezmó esa
otrora gloriosa tripulación de setecientos.
Tres
minutos de suspenso se perdieron hasta que el capitán terminó de
reflexionar todo ese rencor con el ceño cincurflejo, hasta que se
despabiló con el alarido
de un zorzal que fue asestado
de un certero gomerazo por parte de un
marinero
raso. Fueron poco menos de seis metros de trayectoria para la piedra
que le invirtió el pico al plumífero apostado en el borde del
barranco.
-Capitán,
qué será de nuestra suerte -preguntó el primer oficial.
-Ve
a echar un ojo -le replicó el otro.
El
primer oficial resopló indignado, giró la cabeza hacia atrás y no
vio más que pavor, viró hacia el frente otra vez y exhaló un
bramido a medio pulmón. Movió el pie derecho, el bueno, en un
primer paso sigiloso... Cuatro pasos más adelante y a mitad de la
curva se detuvo, se quitó el ojo malo, lo acarició con la yema del
pulgar de su mano izquierda -la buena-, lo miró detenidamente.
Recordó aquella vez en Tortuga, cuando en unos
festejos de año nuevo una esquirla de botella le alcanzó la vista
producto de una cañita voladora mal colocada. Se rascó el pómulo
derecho con el garfio, se agachó apoyando la rodilla izquierda,
finamente tallada con escenas
náuticas. Acomodó su ojo sobre el índice
arqueado hacia la palma, el pulgar engatillado detrás del mayor,
contuvo la respiración y lanzó el ojazo rastrero con tal destreza
que el efecto lo hizo perpetrarse por lo que quedaba de la curva.
-¡Última
a la de veras! -se oyó un grito estridente del otro lado.
-¡Arreje
no le doy! -Respondió el primer oficial, arriesgándose
a lo peor, a que le trinquen su punto.
El
eco del intercambio se disolvió enseguida en la inmensidad del
cañón,
el eje del universo se posicionó en esa curva y hasta el viento se
calló para dar paso al suspenso. Un estruendo vítreo cortó de
repente el momento y el primer oficial sintió su temor
materializarse. Una lágrima errante se fugó por la órbita vacía
de su cráneo y sin gemir se puso de pie y lanzó una carrera por
donde había venido, cruzando por entre sus compañeros al grito de:
-¡Son
hostiles!
El
capitán vio la patética escena desarrollarse frente a su vista (la
del ojo bueno) y de inmediato mandó su mano buena
a
la espalda baja para tantear la horqueta.
-¡Preparen
hondas! -bramó el capitán. Desde
que tuvieron que entregar sus fusiles y trabucos luego de no poder
cubrir la hipoteca con el Banco de Londres, sólo piedras les
quedaban para proyectiles.
Sus
catorce hombres apenas se perturbaron, ya a trescientos metros del
lugar rumbo a la playa, confundidos por el ruido y la polvareda de la
estampida que retumbaba entre los acantilados.
El
capitán se tomó la barbilla y asintió resignado por la cobardía
de sus hombres. Jamás pensó recibir semejante traición de su
tripulación desde que se puso al frente de ella tras el motín que
encabezó para deponer al capitán McMillan.
Extrajo
su honda de debajo del cinturón, tomó una canica de su bolsillo,
cargó el arma, extendió el elástico hasta que escuchó los agudos
estralidos de la goma tensionada y aguardó.
Aguardó,
aguardó la llegado del impío y se prometió:
-En
el izquierdo, ahí se la voy a poner. Que le quede el derecho bueno,
para que vea -y sintió cómo la adrenalina le estallaba en los oídos
y le quemaba las tripas. Semejante valor no se había visto ni se
vería de
nuevo en
ese acantilado, semejante epopeya no sería dejada a un lado en los
anales del anecdotario bucanero.
La
leyenda del capitán Freegate quedó en la memoria de sus antiguos
subordinados que, sin embargo, jamás se preocuparon por saber qué
fue de su suerte.
© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI
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A M.R.D., un abrazo compoblano..!