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03 agosto 2013

CAÑÓN FREEGATE

El capitán presintió algo extraño, el aire estaba cargado de miradas quién sabe de qué lados. El acantilado se extendía quince kilómetro isla adentro, ya habían recorrido la mitad y el escape hacia la playa se hacía cada vez menos factible en caso de emboscada.
Siete metros de roca se alzaban a sus costados, paredones infranqueables. Los únicos caminos eran hacia atrás o hacia adelanto, por el sinuoso lecho del cañón, de metro y medio de estrechez, aunque seco en esa época del año.
De repente frente a ellos los paredones se torcieron bruscamente a la derecha en una curva de sifón que no dejaba ver qué había más allá. El capitán supo que la vida de sus quince hombres dependía de él tanto como su reputación. Alzó la mano a la altura del hombro, el lorito se echó hacia adelante buscando una galleta en su mano pero lo único que se comió fue el amague: el capitán hizo una señal de alto. Miró de reojo, con su ojo bueno, al primer oficial a su derecha. Este le respondió con otra mirada igual de encriptada, también con su ojo bueno. El capitán sabía que entrar a la curva con sus quince hombres era demasiado riesgoso, y sabía también que esta podía ser la tan ansiada oportunidad para deshacerse de su molesto primer oficial, ese irlandés abstemio que tanta repulsión le había causado con sus constantes insistencias de desinfectar la cuba de cubierta después de la peste que diezmó esa otrora gloriosa tripulación de setecientos.
Tres minutos de suspenso se perdieron hasta que el capitán terminó de reflexionar todo ese rencor con el ceño cincurflejo, hasta que se despabiló con el alarido de un zorzal que fue asestado de un certero gomerazo por parte de un marinero raso. Fueron poco menos de seis metros de trayectoria para la piedra que le invirtió el pico al plumífero apostado en el borde del barranco.
-Capitán, qué será de nuestra suerte -preguntó el primer oficial.
-Ve a echar un ojo -le replicó el otro.
El primer oficial resopló indignado, giró la cabeza hacia atrás y no vio más que pavor, viró hacia el frente otra vez y exhaló un bramido a medio pulmón. Movió el pie derecho, el bueno, en un primer paso sigiloso... Cuatro pasos más adelante y a mitad de la curva se detuvo, se quitó el ojo malo, lo acarició con la yema del pulgar de su mano izquierda -la buena-, lo miró detenidamente. Recordó aquella vez en Tortuga, cuando en unos festejos de año nuevo una esquirla de botella le alcanzó la vista producto de una cañita voladora mal colocada. Se rascó el pómulo derecho con el garfio, se agachó apoyando la rodilla izquierda, finamente tallada con escenas náuticas. Acomodó su ojo sobre el índice arqueado hacia la palma, el pulgar engatillado detrás del mayor, contuvo la respiración y lanzó el ojazo rastrero con tal destreza que el efecto lo hizo perpetrarse por lo que quedaba de la curva.
-¡Última a la de veras! -se oyó un grito estridente del otro lado.
-¡Arreje no le doy! -Respondió el primer oficial, arriesgándose a lo peor, a que le trinquen su punto.
El eco del intercambio se disolvió enseguida en la inmensidad del cañón, el eje del universo se posicionó en esa curva y hasta el viento se calló para dar paso al suspenso. Un estruendo vítreo cortó de repente el momento y el primer oficial sintió su temor materializarse. Una lágrima errante se fugó por la órbita vacía de su cráneo y sin gemir se puso de pie y lanzó una carrera por donde había venido, cruzando por entre sus compañeros al grito de:
-¡Son hostiles!
El capitán vio la patética escena desarrollarse frente a su vista (la del ojo bueno) y de inmediato mandó su mano buena a la espalda baja para tantear la horqueta.
-¡Preparen hondas! -bramó el capitán. Desde que tuvieron que entregar sus fusiles y trabucos luego de no poder cubrir la hipoteca con el Banco de Londres, sólo piedras les quedaban para proyectiles.
Sus catorce hombres apenas se perturbaron, ya a trescientos metros del lugar rumbo a la playa, confundidos por el ruido y la polvareda de la estampida que retumbaba entre los acantilados.
El capitán se tomó la barbilla y asintió resignado por la cobardía de sus hombres. Jamás pensó recibir semejante traición de su tripulación desde que se puso al frente de ella tras el motín que encabezó para deponer al capitán McMillan.
Extrajo su honda de debajo del cinturón, tomó una canica de su bolsillo, cargó el arma, extendió el elástico hasta que escuchó los agudos estralidos de la goma tensionada y aguardó.
Aguardó, aguardó la llegado del impío y se prometió:
-En el izquierdo, ahí se la voy a poner. Que le quede el derecho bueno, para que vea -y sintió cómo la adrenalina le estallaba en los oídos y le quemaba las tripas. Semejante valor no se había visto ni se vería de nuevo en ese acantilado, semejante epopeya no sería dejada a un lado en los anales del anecdotario bucanero.
La leyenda del capitán Freegate quedó en la memoria de sus antiguos subordinados que, sin embargo, jamás se preocuparon por saber qué fue de su suerte.

© 2013 DIEGO PETRUSZYNSKI


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A M.R.D., un abrazo compoblano..!

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